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viernes, 17 de mayo de 2013

Leve alivio

      Dicen que uno tiene que tener un buen trabajo y una buena relación. Para tener la mente ocupada. Para madurar, sentar cabeza. Porque sí, porque es necesario, porque hay que tenerlos y punto. Y dicen, también, que para que esa pared de tu habitación no quede tan vacía, un buen espejo no vendría nada mal. Para que puedas verte, arreglarte, admirarte y conocerte mejor. Me dijeron que los espejos son buenos en eso. Y dicen que es bueno seguir los consejos ajenos, y que usar auriculares mientras alguien te habla, es de mala educación. Dicen, por ahí, que hablando es como la gente se entiende. Así es como despejan sus dudas, así solucionan sus problemas. Y es así como dejan afuera sus diferencias, sin depender de nada más que el sencillo acto de hablar. Así es como todo lo relacionado, incluso la reconciliación, ocurre en el simple pero milagroso lecho de la comunicación. Así es como sucede, esa es la manera. O es así, al menos, como debería ser. Pero yo creo que no es tan así.
      No cuando ellas, las mujeres, dicen lo contrario a lo que sienten, a lo que quieren, o a lo que piensan. Y ni hablar de cuando su perfume no te resulta familiar. Y hablo (para que me entiendan) del aroma de otra almohada que no es la tuya. Y algo pasa: Gritos, mucho ruido, y el espejo se rompe. ¡Mierda! En esos momentos, créanme que no es así. Y tampoco es así cuando nosotros, los hombres, prometemos lo que no cumplimos, o hablamos de lo que no sabemos, o no cuidamos nuestros empleos. Y ni hablar de cuando tu cuello presenta alguna que otra anomalía. Y hablo (otra vez, para que se me entienda) de dibujos de otras artistas que definitivamente ella no pintó. Indudablemente no es así. Y tampoco lo es cuando preferirías tener puestos tus auriculares antes de tener que pilotear sobre esos planteos que vos ya conocés. Y de nuevo, algo pasa: Gritos, manotazos, ella te arranca y destroza los auriculares. Y otra vez no es así, como la gente dice que es.
      No cuando el susurro mutuo, característico de dos personas que se aman, se convierte en un nudo imaginario de gritos. En un huracán. Un incendio. Una guerra. Un infierno. Como si éstos dos ya no se escucharan. Como si no se conocieran. Como si ambos tuvieran puestos sus auriculares. Como si hubiera una pared en medio, vacía, sin espejos de ninguno de los dos lados. Como si estuvieran tan alejados el uno del otro, que debieran entonces recurrir al viejo truco de levantar la voz para entenderse. Ese que sacás desde el fondo de tu galera para saludar a alguien que está en la otra cuadra, o para gritar un gol. Ese que sacás desde debajo de tu manga para llamar al perro, o al cartero, o al diariero, o a cualquier vendedor ambulante que se te escape. El mismo truco, pero un poco más violento. Sin galeras, ni saludos, ni goles. Un poco más oscuro.  Sin mangas, ni perros, ni carteros. Un poco más tramposo. Sin diarieros, ni vendedores, ni escapes. Un poco más lejano. Y lo sacás desde el rincón más podrido y sucio de tu puta vida. Y es que, justamente, quizás lo que suceda es que se encuentren alejados de alguna manera, tal vez realmente lo estén de algún modo. Tal vez sea así y no como suele decir la gente. Tal vez ese momento en el que querías decir todo y no dijiste nada, de alguna forma entendiste que ya no había nada que decir. Y puede que en el agonizante minuto en que quisiste besarla por última vez y ella escondió su boca hacia un costado, hayas sentido un leve alivio en alguna parte de tu ser.
      Es posible que verla partir te haya ayudado, en cierto modo, a ver las cosas un poco más claras. Y cuando las cosas están más claras, te sentís un poco mejor. Pero volvés a tu casa. Y sin trabajo. Y sin amor. Y sin querer te das cuenta de que otra vez rompiste tus auriculares. Esos que ella te rompió una vez, los que vos mismo rompiste otras veces, esos que nunca supiste si perdías por alguna parte o si simplemente eran secuestrados y escondidos por ella. Esos que ella te pidió tantas veces, dulcemente, que le desenredes. Otros auriculares, totalmente distintos. Pero los mismos. Y exactamente iguales. Y sin querer te das cuenta de que queriendo rompiste el espejo. Ese en el que te viste y vestiste solo. Ese en el que te viste y desvestiste con ella. Ese maldito espejo en el que ella se reflejó. Ese pedazo de cristal grueso en el que los dos sonrieron más de una vez y hasta se fotografiaron juntos. Otro espejo, diferente. Pero el mismo, igual al anterior.
      Dicen, por ahí, muchas cosas. La gente dice que dice. Dicen de más. Palabras más y palabras menos. Y yo, al menos, no sé qué más decirte, y lo que no es mucho menos, no sé qué me dura más o qué me dura menos. Si los trabajos o las relaciones. Si los auriculares, o los espejos...

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