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viernes, 11 de marzo de 2016

Cruz

A veces la fuerza toda de uno se desvanece en un solo suspiro. Se va con el aire y se pierde entre el aleteo de las moscas. Entonces uno deja caer su cabeza, rendido. Y uno siente, de repente, como si la gravedad del suelo aumentara. Como si un ejército de demonios nos jalara de los tobillos hacia abajo. De los tobillos y de las manos, de los hombros, del cuello, de la ropa, y hacia abajo, más abajo incluso del suelo. Uno siente la presión del infierno. Igual que si el mundo entero se nos cayera encima con todo su peso muerto y, sin piedad, nos aplastara. Uno siente al mundo muerto encima. Y uno percibe en el pecho un sinfín de puñaladas invisibles. Puñaladas de fuego, puñaladas de hielo, puñaladas al fin. Y uno siente que el alma se le quema. Y uno siente que el alma se le congela. Y uno quiere que el alma se le escape de esa contradicción. Entonces uno aborrece al mundo, porque el mundo sigue girando con sus relojes y su gente corriendo, y la mierda nadando por las cloacas, y la mierda por las avenidas, y la mierda por los cables, y por los callejones y vías y veredas y papeles y bolsas y pactos y platos y paquetes y promesas, y a pesar del infierno que uno atraviesa, el mundo sigue girando, como si el vacío de uno no tuviera importancia, ni validez, ni sentido alguno. Y uno aborrece al cielo porque el cielo no llora por uno. Y uno aborrece al infierno porque el infierno es fácil y desea a todos los humanos. Y uno aborrece al limbo en el que vive porque no hay nada más realista ni más neutral, ni más gris, ni más crudo ni más lúgubre que un limbo. Uno vuelve a suspirar para recordar que está vivo y uno levanta la cabeza, justamente, porque está vivo. Y uno aguanta, porque vivir, a veces, se trata de aguantar. Y uno vive.