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miércoles, 4 de octubre de 2017

La agonía






         Todos los días siento que voy muriendo cada día un poquito más. Cada vez me dejo ir más, voy soltando amarras, cada vez me importan menos cosas. Todos los días despierto queriendo no ser yo, queriendo no estar viviendo esta vida, o al menos no así. Me duele su frialdad, me mata su distancia. Me desgarran sus silencios, su indiferencia, me destrozan el alma. He perdido la dignidad por completo, rogando, mendigando amor, piedad, una muestra de cariño, una esperanza para seguir viviendo.
         Todos los días deseo volver el tiempo atrás y tenerla para mí, apoyada en mi pecho, amándome, idolatrándome, mirándome enamorada con los ojos llenos de ilusión. Y me maldigo. Y me detesto. Y por supuesto, deseo morir. No porque yo sepa lo que signifique la muerte ni qué hay o no después de perecer, si no porque no siento deseos de vivir. Y no le tengo miedo a la muerte, aunque tal vez sí le temo al suicidio (no por mí, claro). Antes, años atrás, solía pensar en mi suicidio de una sola manera: una bala atravesando mi cabeza horizontalmente, desde el lado derecho hacia el izquierdo. A veces, el pensamiento llegaba a mí de manera repentina, involuntariamente. Hoy, puedo imaginar muchas más formas de hacerlo, y lo hago de forma voluntaria. 
         La razón de mi vida se esfumó cuando supe que la razón de mi vida ya no quería estar conmigo. Y es su decisión y la respeto, aunque me cueste aceptarlo. Siento cómo se va apagando el fuego, el fuego nuestro, el fuego mío, el fuego todo. El fuego de nuestro amor se va apagando en sincronía con el fuego de mi vida. La siento cada vez más lejos, y siento que ella lo quiere así, y no puedo hacer nada por que se quede conmigo, manteniéndome encendido. Siento cómo me olvida, como me deja atrás, cómo se convence con razón de que puede seguir sin mí. Y me destroza.
       Todo este tiempo me llevó a pensar muchas cosas, en cuánto fallé, cuán equivocado estaba, cuánto daño le causé, cuánto hice por que esto se terminara. Yo mismo me empujé al vacío. Y reconozco que ella tenía razón, en todo. Soy el mayor culpable de todo lo que estoy viviendo, soy mi propio victimario, mi propio verdugo. Pude darme cuenta de que la perdí a causa de mis miedos, tenía tanto miedo de perderla en manos de otros, que finalmente acabé por perderla con mis propias manos. Y sí, la perdí. Sólo cuelgo de una esperanza, que quizás, lo más factible es que sea una esperanza falsa. Lo más probable es que ella nunca vuelva conmigo y entonces mi vida termine. Nunca nadie murió de tristeza, dicen, pero también dicen que siempre hay una primera vez para todo.
         Todos los días siento que me muero, agonizo, y me quedan dos opciones: o me tengo piedad y me otorgo la eutanasia, o me mata su ausencia y me muero de dolor.