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jueves, 20 de junio de 2013

One Love


      —Un amor —susurró—. Un amor es eso que necesito, es todo lo que quiero. No más, no menos. Sólo un amor.
      Pensaba y pensaba mientras desprendía desde sí unas volutas de humo desparramado en su silla. Estaba solo. Dejó caer su cigarro y lo pisó con la punta de su zapato. Luego hizo tronar sus dedos y su cuello. Tosió un poco. Se levantó de su asiento y emprendió camino al baño, casi completamente decidido a salir a buscar eso que tanto anhelaba: un amor.
      —No un amor como los de las películas y telenovelas, ni como los de las historias de los libros. Tampoco pido alguien con quien compartir el todo y la nada. Sólo quiero una historia de amor.—dijo a su gato mientras preparaba el baño y éste lo observaba desentendido desde un rincón.
      Se duchó con mucho esmero, y tarareó una canción de The Beatles. Afeitó por completo los pequeños bigotes que asomaban por debajo de su nariz, todavía cortos, pero bigotes al fin. Los afeitó al ras de su piel, como queriendo eliminarlos de manera permanente. Tenía algo de prisa y estaba ansioso. Quizás fue por eso que se lastimó un poco; dejó algunos ardientes y molestos puntos rojos por encima de su labio superior. Pero no le importó. Estaba casi decidido. Casi feliz. Era una ocasión especial. Recortó un poco su barba, no mucho, sólo un poco. A él le gustaba usar barba recortada, odiaba afeitarse, pero también odiaba la barba larga y los bigotes. Le causaban picazón, le molestaban. Cepilló sus dientes de manera apresurada y escupió sangre. Enjuagó su boca unas tres veces y luego sonrió frente al espejo. Sus dientes estaban bien. Acomodó un poco su pelo y ajustó su cinturón. Había elegido cuidadosamente su vestimenta y se había perfumado bastante. Sin duda era una ocasión especial. No iba a ir al teatro, ni al cine, ni al centro comercial. Iba a salir en busca de una historia de amor.
      Tomó su saco más presentable de entre una montaña de ropa que había en un rincón de su habitación y encendió un cigarro que encontró sobre el viejo televisor. Caminó hasta la puerta y echó un vistazo a su alrededor. Todo estaba desordenado. El lavabo de la cocina estaba repleto de platos. El bote de basura rebalsaba inmundicias y algunas moscas revoloteaban por encima de él. Había botellas de cerveza vacías y revistas de bebidas artesanales en la mesa, un sándwich a medio terminar y un cenicero lleno de colillas. Había aún más colillas en el suelo y telarañas en algunas paredes. Todo era un completo desastre. El gato gris lo observaba con sus grandes y brillantes ojos amarillos y ronroneaba desde una silla. Los rayos de sol atravesaban como puñaladas los cristales de las ventanas, y se estrellaban contra el suelo, tristes, como buscando un lugar donde morir. Rayos agonizantes del sol de las cuatro de la tarde de un martes cualquiera del mes de Mayo. Morían contra el suelo de aquél apartamento. Tomó las llaves del bolsillo de su pantalón, abrió la puerta y salió.
      Bajó las escaleras silbando, imitando la melodía de aquella canción de The Beatles que tanto le gustaba. Salió por fin de la torre, poniendo su pie derecho sobre la vereda, dando inicio a su búsqueda. «Pie derecho, empezamos bien» pensó. Le dio una pitada a su cigarro y luego siguió caminando. Gente venía y gente iba. Pasaban apurados, con sus cabezas en sus cosas. Se rozaban, chocaban sus hombros. Mujeres y hombres, jóvenes y ancianos. Extranjeros, vendedores, blancos, negros, gordos, flacos y gente de toda clase. Él avanzaba tranquilo, fumando su cigarro. Los ruidos de los pasos apurados y los murmullos de las voces eran tan estruendosos como los motores y bocinas de los autos, colectivos y motos que cruzaban la avenida. Alguien barría unas hojas secas alrededor de un árbol, mientras un perro hacía lo suyo en el árbol siguiente. Alguien entregaba folletos, otro sujeto vendía relojes y anillos, y otros tantos esperaban a que cambie el semáforo para cruzar la calle. Mientras caminaba entre la multitud se preguntó por qué se sentía tan solo. No podía ser posible sentir soledad en medio de tanta gente. O quizás sí, pero él no lo consideró demasiado. Prefirió creer que había algo mal en él, y que todo se solucionaría cuando encuentre su amor.
Y fue ahí cuando reaccionó.      —¿Dónde voy a encontrarlo? — se preguntó en voz alta, sin querer—.
      Un anciano de canas muy blancas, casi tanto como las nubes, levantó sus lentes con el entrecejo fruncido y lo miró con cara extrañada. Todo en su rostro reflejaba extrañeza. Sus arrugas, las manchas de su piel, su brillante pelada, la verruga de su roja nariz, y hasta su blanco bigote. Todo.
      —¿Buscas el nuevo bar? ¿El tal "Gardel y Lepera"? — cuestionó el viejo—. Está en la otra esquina, escuché que hoy y sólo por hoy los clientes van a poder disfrutar de todos los tragos de forma gratuita, pero sólo hasta las seis de la tarde— le comentó el buen hombre.
      —Bueno, en realidad....— Hizo una pausa y rascó su nariz—. Gracias, muchas gracias. Creo que me apetece una cerveza fría—. Contestó al viejo casi tartamudeando, y soltó una semi-carcajada fingida, cargada de nervios por haber sido cachado hablando solo.
      El viejo miró hacia el frente y cruzó la calle, negando lentamente con la cabeza durante unos dos segundos, pensando en lo extraño de aquél sujeto, y en lo demente y desquiciada que estaba la juventud. Mientras el anciano se alejaba, él terminó su cigarro, y al desecharlo en la sucia vereda, encaró hacia el susodicho bar.
      Llegó hasta el recomendado lugar, entró sin prisa y sin pausa, caminando tranquilo, y desde la entrada observó la barra y las cinco o seis personas que permanecían desparramadas en las pequeñas mesas del bar. Las miró una por una. Observó todo en el lugar. Continuó hasta el mostrador y tomó uno de los bancos para sentarse. Se sentó.
      —¿Si?— Preguntó una señora probablemente cuarentona, bastante obesa y seguramente dueña del lugar, y si no lo era, entonces seguro se trataba de la esposa del dueño, porque generalmente los bares tienen empleados jóvenes, y no viejas obesas y arrugadas.
      —Buenas tardes, señora, primero que nada— dijo nuestro muchacho con una sonrisa enorme, pensando en su amada cerveza, palpitando ya su sabor—. Deme una cerveza, la más fría que tenga, por favor.
      —Me gusta tu sonrisa y tu buena educación, así que voy a traer la más fría que tenga— sonrió la señora, y fue en busca del pedido.
      —Bueno, ¡muchas gracias!— exclamó el joven, mientras aguardaba la llegada de su buen trago.
      —Ésta es la mejor cerveza de por acá, incluso mejor que la tan afamada Quilmes, ésta es traída directamente desde Alemania.—advirtió la doña—. Tenemos un conocido que anda en estas cosas, él nos la recomendó y arregló todo, nos dio una gran ayuda en todo ésto.
      —¿En serio?—preguntó —. Muero de ganas de probarla, debe ser exquisita, y yo debo ser muy afortunado...
      —Claro, siempre y cuando tengas cincuenta pesos— rió la patrona, mientras destapaba la botella.— Es la más fría, ¿eh?— guiñó su ojo derecho.
      —Creí que hoy los tragos eran gratuitos....
      —Lo fueron hasta las cuatro de la tarde, y ya son las cuatro y media. Son cincuenta pesos.
      —Un buen hombre me dijo que la promoción duraba hasta las seis, y la verdad es que no tengo un peso, así que discúlpeme por hacer que destape la cerveza, y creo que mejor me voy....
      —Además de ser correcto y tener esa linda sonrisa, tenés un lindo saco y me gusta también tu perfume, así que, ¿sabés qué? Te voy a perdonar esta media hora, hacé de cuenta que llegaste a tiempo. La casa invita.— dijo la vieja y acercó la botella al muchacho.
      —Bueno, la verdad es que... No sé qué decir, ¡muchas gracias señora!—. Le prometo que voy a venir seguido, le aseguro que se ganó un cliente.
La cerveza era alemana pero su leyenda era británica, podían leerse en la etiqueta del envase las palabras "One Love".
      La cerveza era alemana pero su leyenda era británica, podían leerse en la etiqueta del envase las palabras "One Love".
      —One love...— susurró — Un amor....
      Probó entonces la cerveza más rica que pudo haber degustado jamás, y observó casi enamorado cómo las gotas frías se deslizaban por el empañado cristal del envase. Miró a la vieja señora, que accedió a hacer una excepción a pesar de que el reloj había ya matado aquella promoción, y todo fue por su sonrisa, su perfume, y su saco. Menos mal que cepilló sus dientes. Menos mal que vistió su saco mejor. Menos mal que se perfumó lo suficiente. Nada había sido en vano. Todo tenía sentido. Miró al bar al que había llegado de casualidad, por dejarse llevar por la fluidez del destino, que lo cruzó con aquél anciano que lo intimidó al escucharlo hablando solo. Todo era absurdo y relativo a la vez. Tanto como el amor y la vida misma.
      Sacó el último cigarro de su paquete y lo encendió. Observó todo a su alrededor. Pensó en cómo giraba el mundo y en todos los corazones rotos. Pensó en todos los tipos de amores y destinos. Pensó en las parejas que se separan, en las mentiras y la infidelidad. En los no correspondidos, en la soledad, la juventud y la vejez. Pensó en la industria del cine romántico que lucra con historias falsas que nunca sucedieron ni van a suceder. Pensó en la gente que miente en el nombre del amor. Pensó en los amigos y conocidos que terminaron mal sus relaciones y en las veces que él mismo lo hizo. Pensó en todas las relaciones y todos los amores que había tenido en su pasado. Pensó en su pasado. Miró su cerveza y otra vez leyó la etiqueta. Su boca sonrió levemente hacia un costado. «Un amor» y tomó la botella. «Un amor es todo lo que necesitaba, no más, no menos» pensó, y le dio otro trago, amándola, haciéndole el amor, mientras el mundo seguía girando.
      Decidió no pensar ya en nada y se dedicó sólo a saborear la magia de aquella botella. El sabor era afrodisíaco, exquisito. Era un placer de los dioses. Ya no importaba si el mundo giraba o no. Ya no buscaba nada más. Ya no había nadie más. Eran sólo él y su cerveza. Era una ocasión especial.
      Ya no estaba solo.

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