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jueves, 23 de enero de 2014

Meditación

      Se juró a sí mismo no dar el brazo a torcer y así nunca volver a dejarse vencer por el pesimismo. Supo emprender su viaje intelectual y espiritual, razón por la cual al parecer se adentró a lo más hondo de su ser. Sufrió algunos percances con la hipocresía y la contradicción, la incertidumbre despiadada y fría, le puso cada día, más de un escalón. Se perdió en su laberinto por su afán de ser distinto, y fue gracias a su instinto que alcanzó la salvación. Cruzó inviernos y desiertos más dormido que despierto. No tan vivo, no tan joven. Más bien viejo, más bien muerto. Cruzó puentes, cementerios, pozos ciegos y tormentos, cruzó túneles, tornados, precipicios, cruzó infiernos. Y fue al borde del abismo donde se encontró a sí mismo. Asimismo, al verse hallado, al costado del barranco, sorprendióse al ver su estado, y su blanco resplandor. Abrazó a su ángel de barro, y éste entonces, despertó... Conversaron y rieron, y cantaron, y lloraron. Bailaron y cayeron, discutieron, discreparon. Más lucharon y se odiaron, pero al no ser diferentes, se abrazaron nuevamente y se amaron ambos dos (valga la redundancia ya que en estas circunstancias la elegancia es interior). Se perdonaron por todo lo acontecido en el pasado, y al estrecharse las manos, dejaron de ser dos. Ya unido por ambas partes, el ser se sintió libre, y le crecieron brillantes alas, producto del perdón. Y sin más se arrojó al abismo, y entonces... Resucitó.

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