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jueves, 23 de enero de 2014

El pez

      Había una vez, a orillas de una ciudad intranquila y olvidada por Dios, donde nadie encontraba a nadie y el sol se ausentaba demasiado, un río sumamente descuidado y contaminado que descansaba al sur, a unas cuantas millas de la estación. Allí un apestoso pez que en algún momento de su pobre vida había sido feliz, se desangraba y agonizaba flotando junto a un preservativo usado y roto que un sucio vagabundo y una prostituta barata habían utilizado horas atrás en aquel sitio. Una joven e inexperta pescadora de no más de un metro y medio había desechado al animal después de haber estado "jugando" con él...
      La había visto llegar en la tarde, cuando el sol se abalanzaba sobre el río. Al asomarse por encima de la superficie, pudo apreciarla. Ella era hermosa, única, perfecta. Fue una sensación extraña, similar a esa cosa que llaman "amor a primera vista". Ella lo vio también, un pez rebelde, metiendo (o mejor dicho, sacando) su cabeza en donde no debía. Él se acercó maravillado, y ella lo tomó suavemente en sus manos. Ya no había agua, sólo aire y aquella piel. Se sentía algo asfixiado, pero a la vez protegido. Él se sintió nuevo, libre, feliz.
      Ella lo había mirado con ternura al principio, sus ojos transmitían una promesa de paz, sus intenciones parecían buenas. Pero las apariencias engañan y nada es lo que parece ser. Ella le mintió y lo hizo nada más y nada menos que con la mirada. No usó otra arma más que su mirada. Con sus ojos le habló de aguas cristalinas, de millones de peces de colores, de un lejano lugar en el mundo donde el cielo y el océano se funden en un lazo invisible, le contó una historia sobre un mundo mejor. Le hizo promesas sin abrir la boca. Le mintió sin siquiera mover un centímetro su lengua. Y así es en estos días. Los humanos te dan un abrazo y después te atraviesan dos cuchillos en la espalda. Él lo sabía, pero de todos modos, se fió de ella. Rompió las reglas, desafió a la naturaleza. Nada de eso le importó. Se entregó, enamorado, como se entrega la noche a la mañana.
       Mientras ella le hablaba sin hablarle, él jamás notó lo que ella le hacía a su cuerpo. Y eso que había amputado sus aletas y su cola, anulando así su capacidad para nadar. Y eso que lo había lanzado hacia arriba, permitiéndole observar la infinita belleza del cielo aunque nublado, y sin embargo, él no lo notó. Él sólo sintió que volvía a nadar, nadaba en el aire, en lo perfecto de aquél paisaje. Lo dejó experimentar ese éxtasis para luego dejarlo caer fuertemente sobre la arena, inmovilizando así su columna vertebral de manera permanente. Clausuró también su boca con ayuda de un anzuelo, uniendo ambos extremos, dificultando su respiración. Pero él no lo notó. Y eso que hizo de él un juguete del que, por cierto, se aburrió en poco tiempo.
       Después de torturarlo y aburrirse de él, lo desechó en el río junto a toda la mierda y basura que allí flotaban. Y ahí es donde se encontraba el asqueroso látex. Inconforme todavía con su crimen, la asesina desde la distancia le arrojaba piedras que golpeaban la cabeza del pobre pez, y salpicaban sangre a su alrededor. El lujurioso pedazo de plástico era lo más parecido a un compañero de agonía que ahora tenía, el único amigo que presenciaría sus últimas horas. Un destino de mierda, indudablemente. Pero a lo lejos se oyó un aleteo salvador, tal vez una de esas malditas aves que se alimentan de peces indefensos lo sacaría de ese putrefacto lugar y le daría, quizás, una muerte más digna, un destino menos cruel. Pero siempre hay un pero, y este pero iba acompañado de un "no" rotundo. Falsa alarma. Dios no recordaba ese lugar. Era una ciudad olvidada, en efecto.
       Como si aquella tortura no fuera suficiente, una enferma y piojosa paloma de ciudad que paseaba casualmente por aquella costanera, soltó justo sobre el pescado casi muerto sus malditos desechos aéreos, dejándolo con un ojo lleno de mierda. El único ojo que encontraba algo de paz y se salvaba en el gris paisaje del cielo nublado (porque el otro ojo se perdía vagamente en la  desagradable y asquerosa oscuridad del río). El único ojo que divisaba algo de luz, ahora se apagaba con mierda de ave... ¡Pobre pez, malditas aves de paso, malditos esos ojos y todo lo que vieron! Y es que, definitivamente, sus ojos estaban malditos.
       Detrás de aquella paloma, un cuervo tuerto y borracho de sangre llegó a la escena del crimen. Sin ningún tipo de preámbulos, el pajarraco arrancó el ojo del moribundo pez, así, con mierda y todo, y con él, sustrajo una parte de su alma. Las aves no eran otra cosa sino ángeles de la muerte, y sin duda alguna había llegado la hora. Los ojos del pez estaban malditos por haber desafiado las leyes de la naturaleza, y el cuervo debía tomarlos, pero sólo pudo tomar uno de ellos, porque en ese mismo instante, el cielo tembló por alguna razón, y un rayo alcanzó una de las alas del aéreo cazador. Arrancó entonces, el pájaro negro, el ojo del pez de un picotazo seco, y huyó con el ala herida, como pudo. Detrás del animal maldito, una bandada de aves demoníacas lo siguieron. Llevó el ojo maldito hasta donde pudo, y aterrizó a los pies de un espantapájaros que asomaba desde los pastizales. Cayó exhausto y murió. Se incendió y desintegró en cenizas que se llevó el viento.
       El río creció esa noche y la tormenta azotó la ciudad. El pez se perdió en la nada, hundiéndose hasta más abajo de la tierra, enterrándose hasta quién sabe dónde. Se dice que una mitad del alma del pez terminó en las profundidades de la oscuridad y el silencio, lo que podría decirse que es el infierno, y se llevó sus secretos consigo. La otra parte todavía nada en el aire, en el cielo, y se convirtió en el espíritu guardián y fiel confidente de aquel espantapájaros. Se dice que el alma ronda los pastizales que están cerca del río y que todos los días recorre desde allí hasta un lugar en el mundo donde el cielo y el océano se funden en un lazo invisible. Y dicen, también, que en el lugar donde el cuervo dejó el ojo del pez, creció una flor hermosa, única... y perfecta.

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